Escrito por: Honoo La Chocolatada (Venezuela) Ganadora del Segundo Lugar del concurso de Fanfics «Latinalia 2022»

«En el período de la floración todo el campo, todos los caminos toda la geografía patria parece rendir pleitesía a la belleza de este árbol que luce en el bosque, a lo largo de nuestros caminos, en el interior de nuestras viviendas, como una diadema de oro. Es que el araguaney se hizo emblema del pueblo venezolano».Rómulo Gallegos.

Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios, un nombre complejo y digno para un miembro de la familia más rica de la Caracas finales del siglo XVIII. El niño Simón, apodo cariñoso de las negras que le criaron tras los pesares de su infancia; el niño que creció, con la idea de que se formaría para calcar el estereotipo de hombre en esos años.

De una voz grave, se decía que tenía un tono nada varonil y chillón. La estatura promedio le podía traspasar, era bajito a comparación de sus seguidores. Los cabellos dorados fueron reemplazados por hilos rizados obscuros. Y sus ojos como el agua de panela que en los peroles hervían.

Independiente de eso, el Libertador era un buen amante. Las guacharacas difundían su fama de semental en las alcobas, mujeres que probaron y quedaron prensadas a el caraqueño buenmozo. Pero ¿Por qué nunca se habla de la otra cara de la moneda?.

Esa en dónde vivía el más bajo de los libertinajes aprendidos en la Francia de las orgías y los elixires de dudosos orígenes; que despertaban el sexto sentido de cualquier persona haciéndola levitar, esa en dónde masacraba con tal de llegar a sus ideales, siendo masacrado en el proceso. Esa, en la que el gran Libertador era reducido a un rol pasivo bajo hombres de igual o menos poderío.

Porqué para relaciones íntimas estaba Antonio José de Sucre, quien había logrado colarse entre las sábanas del ejemplar Bolívar con endulzamiento de oído y ligeros pormenores, no por nada era uno de sus mejores hombres. U otro como Páez, que con artimañas en más de una ocasión lo traicionaba tras una buena zampada. Así como este, también José de San Martín tuvo la oportunidad de sacarse esa espinita y comprobar si lo que decían era cierto, para nadie era un secreto la admiración que le tenía el argentino ¡Y claro que lo confirmó! Simón, quien hacía delirar a las muchachitas de Sevilla en España, mientras que en Buenos Aires sus entrañas eran invadidas por el  Protector. Y como olvidar a Santander, ese que con su eterno amor y odio avivó más la leña de los problemas, todo por celos, malos entendimientos y claro, Nicolasa, una mujer en medio que jugó con los dos al mismo tiempo.-


— ¡Ay! Quién te viera Simón —la voz con tinte de gracia de Francisco se hizo escuchar—. Héroe de muchos, dictador de otros y golfa de pocos.

Para esos momentos los pensamientos, emociones y sentires de Simón eran como un araguaney, luminosos a simple vista, brillantes como el sol. Pero tambaleantes a una efímera ventisca mientras más altos son.


— Usted, tan magistral, tan imponente —Santander ya estaba en esa etapa culminar de la relación, esa en donde todas las mentiras y secretos se saben por las dos partes, pero en las jetas siempre hay sonrisas para aparentar bien el embuste—. No debería estar achantado con cara de haber visto al Silbón.


— Ha… No es lo uno ni lo otro, solo estoy recuperando fuerzas —le era irónico tal comentario, Santander le había usado como furro zuliano, y aún con su cara bien lavada le hablaba pica’o de culebra.

Esos comienzos después de una batalla, de haber sentido a la muerte jalándole los pies, para después arrejuntarse con José de Paula y pasar un rato amistoso, esono volvería. Por lo menos el estrés se liberaba de manera apasionada de ambas partes.

Ahora quedó el desquite.

Los muslos le ardían al igual que el bendito fundillo, los huesos le crujían y el pecho se le enrojeció, las manos le picaban tras los apretones a estas, un insistente palpitar se albergaba en su cabeza y la semilla se escurría en el cobertor. El clímax solo era un vástago de lo que un orgasmo podía proliferar en el cuerpo de un amante; porque esa última noche estaba cargada de tensión y una incomodidad iracunda, de parte de Bolívar como de Santander. Los besos nunca llegaron a belfos y las mordidas fueron protagonistas, las embestidas no rozaron con parsimonia y los comentarios cuál lengua viperina pudrieron lo poco que olía bien.

— ¿Recuperando fuerzas? ¿Para qué? —una fuerte exhalación produjo— Por los vientos que soplan lo que quieres es librarte de mí. Ya lo demostraste con Páez.


— No hay necesidad de sacar ese tema a relucir —la mirada del generalísimo cayó en él. Porqué sí Bolívar deseaba la libertad la obtendría a toda costa, aunque tuviera que morir y matar, aunque tuviera que coronarse como un solo sol que gobernase a dichosa libertad—, sabes muy bien que para completar ideas grandes hay que hacer sacrificios aún más grandes. Pero todo se puede caer en un segundo si el corazón se interpone, porque él no tiene uso de razón.


— ¿Y eso le da el derecho a encaminarnos por estos senderos empedrados?.

Simón ladeo débilmente los labios, una morisqueta que guardaba más de una palabra y pensar, ¿Iba a terminal mal? Si, así sería su final. Pero por lo menos tenía la esperanza de que su sueño o mensaje llegase un poco lejos, aunque se lleve con él un pedazo de José.


— No Francisquito —maldijo en silencio cuando trató de acomodarse la camisa y un corrientazo le sacudió la espalda baja, a la luz de la mecha sus vistas seguían deambulando lastimosas—, no tengo el derecho, pero sí ese es mi deber lo ejecutaré.

¿Perder un buen amante? A perdido muchos. Pero en el interior el dolor era distinto, porque perdía a un compañero junto con una nación, y no volverían a él. Así como en junio se perdía el oro de los araguaneyes.