Escrito por: Gon Freecs (Chile) Ganadora del segundo lugar de fanfics 2025

Santiago de Chile, 2006
No sé cómo comenzar esta carta. Ya es la tercera vez que trato de escribirla, pero da igual, porque sé que nadie la leerá. Su destinatario ya no está.
Estoy devastado por la noticia que recibí apenas me desperté, tu partida. Y ya que estoy aquí, no puedo ser parte de tu último adiós.
Oh, Augusto.
Apenas cierro los ojos, lo único que logro ver es tu rostro sonriente, como aquellos años de gloria que vivimos juntos, lado a lado. Ahora que sé que no estás, se me vienen tantos recuerdos a la mente que no sé cómo ordenarlos.
Cuando te conocí, aquel verano de 1950, todos los cadetes te tenían un gran respeto; yo no fui la excepción. Eras tan ágil al montar a caballo, tan hábil con las palabras, tan sabio. Yo, como estudiante, quería que me dieras tu atención; ahora me río de las estupideces que llegué a hacer por eso. En mis circunstancias actuales ya nada pierdo al confesar que, la mayoría de las veces, fingía equivocarme o no saber para que me miraras a los ojos y gritaras mi nombre. No sabes cómo me hacía estremecer esa mirada tuya.
Yo aún era muy inmaduro y hormonal. Aquellos años me escapaba en medio de la noche para encerrarme en el baño y tocarme pensando en ti. Diez años después, cuando me escogiste como parte de tu cuadrilla, no sabes la dicha que sentí: acompañarte a las misiones y hasta pasar tiempo como civil. Al ser más cercanos, te juré mi lealtad y tú confiaste en mí ciegamente. Recuerdo que, por esos años de compañerismo, fuimos a
celebrar uno de tus ascensos; ambos nos emborrachamos y tú te dormiste en mi hombro. Las mariposas no paraban de revolotear en mi estómago. Es cierto que, de vez en cuando, nos saludábamos con una palmada en la espalda o nos dábamos la mano, pero eran toques tan breves que, para mí, ya no eran suficientes. Necesitaba más; llevaba años anhelando una caricia tuya.
Por eso, al sentir tu cuerpo sobrecargado contra el mío, al sentir tu cálido aliento cerca de mi cuello, no pude resistirlo más y te besé. Al principio fue algo rápido, apenas rocé tus labios y me aparté. La adrenalina corría por mis venas, pero el alcohol que ya había bebido me dio aún más coraje para intentarlo de nuevo. Esta vez fue un beso más largo, tanto que generó un chasquido que hizo eco en mis oídos. Pero, ¿sabes qué, Augusto? Este podría ser uno de los recuerdos más preciados de mi existencia si no fuera porque, al separar tu cara de la mía, aún dormido, de tus labios salió un nombre que yo hacía tiempo no escuchaba…
—«Salvador».
Oh, cómo odiaba ese nombre; cómo odiaba que lo nombraras.
Recuerdo cuando apenas llevaba un par de años en la escuela militar y, en uno de los ensayos que tú estabas instruyendo, te retiraste apurado porque había ido a visitarte un amigo cercano—un abogado o médico, lo que sea—, un estudioso de esos que apenas saben levantar un arma como los verdaderos hombres. Recuerdo, curioso, que me escapé de la clase para ver aquel rostro que te hacía apurar el paso. Al llegar cerca del portón de entrada, desde una ventana divisé un gran par de gafas cuadradas y, bajo estas, un bigote café; ojos amables, quizá determinados, ninguna gracia desde mi punto de vista, nada sorprendente, hasta que vi tu expresión al conversar con él. Jamás había visto esa iluminación en tu rostro. Ahí entendí todo: yo sólo sería otro más de tus alumnos, pero haría lo que fuera —lo que fuera de verdad— para que me miraras como lo miraste a él.
Yo estuve ahí en cada uno de tus buenos y malos momentos. ¡Yo estuve ahí! Cuando asistimos al casamiento de tu amiguito y te dejé retirarte antes, supe que no aguantabas más las lágrimas porque seguías anhelando a aquel hombre después de todos esos años; no lo entendía.
Después de eso, aquel que nunca se fijó en ti como yo, te eligió para que fueras parte de su equipo; pues ahora no solo era Salvador, sino que era el presidente de la república. Pero a mí no me importaba él; me importabas tú, y así como ese canalla te eligió como uno de los suyos, tú me llevaste contigo. Así fue como, juntos, aquel septiembre de 1973 hicimos historia: tú y yo, Augusto, juntos, lado a lado, nuestros hombros rozándose, nuestras miradas cómplices. Tú sabías lo que sucedería con él, por lo que no dudaste en seguir con la misión, y eso me hizo sentir muy orgulloso y esperanzado de que por fin habías puesto fin a ese estúpido anhelo. Por fin ya no habría nada ni nadie que pudiera separarme de ti; como tu mano derecha durante esos diecisiete años, me hiciste el hombre más feliz. Y aunque nuestra relación para ti quizá fue solo una amistad, para mí tú lo eras todo.
Ahora que sé que has partido, querido mío, te pido que, por favor, me esperes, pues no creo que dure mucho en estas cuatro paredes que me mantienen encerrado.
Te amé y siempre lo haré, hasta mi último aliento, mi general, mi amigo, mi compañero.
Por siempre tuyo,
Manuel Contreras.