Escrito por: Jacqueline Herrera
“Maldito estúpido” pensaba, balanceado en mi camilla. “sólo a mí se me ocurre ir en persona a vigilar estos soldados”. San Martín ya estaba viejo para estas andanzas. Nada peor para el reuma que el frio y la humedad, y esta maldita cordillera, la famosa de Los Andes, tenía mucho de ambos. Si bien seguía las instrucciones dadas por la logia para el destierro del gobierno español del territorio americano, no podía sentirse menos que fastidiado por la emoción que le había llevado a viajar él mismo a la lucha en tierra chilena. Y es que la carta del mismísimo O’Higgins que decidido a hacer esta travesía… no llevaba mucho subiendo montañas cuando antiguas enfermedades le había afectado al grado de no poder moverse.
Ya no podía volver atrás. Eso significaría mucho para los soldados. Respiraba hondo, buscando el oxígeno escaso a esas alturas de montaña, y trataba de pensar en cosas más bonitas. En estupideces que ahora le parecían de otra vida de los dulces, frente a la alimentación de base a galleta dura, carne salada y alguna que otra sopa de raíz o té de coca. Tenía hasta sus recuerdos y fantasías preferidas, que buscaba cada noche al tratar de descansar de los golpes constantes de su camilla. A veces, prefería caminar, pero era tan lento que los mismos soldados preferían que no fuera más que una carga silenciosa.
“todo por él” se animaba, tratando de no dejarse vencer. Él estaba tan cerca y tan lejos, sólo un par de días más atrás en la columna del ejército. Esto no iba a matarlo, como no lo hizo el exilio. Las náuseas y el dolor no podían hacerlo llegar a su fin, como no lo había hecho el exilio ni la pobreza de aquellos años. Todo por las tardes vividas con el pelirrojo de los ojos tímidos.
Contrario a lo que su título podía sugerir, el príncipe posible parecía un niño avergonzado e ignorante de su propia posibilidad de ser grande. Sus ojos verdes, y su pelo, brillantes y hambrientos de afecto, se aferraban a una inocencia imposible. No era que sus conocimientos estuvieran por lo bajo. Parecía que su alma buscaba otras cosas, una vida simple, cuando había sido arrastrado a ese castillo de Londres. Parecía que extrañaba cosas de su mundo, que parecía ser otro. Si bien hablaba sobre Chile, a veces daba la impresión que hablaba más de sueños que de realidades.
Soñador, la logia no lo tomaba en serio para que tomara decisiones, no era buen orador, ni escribía otra cosa que realidades circundantes. No escatimaba detalles en sus cartas. De juicio militar, trabajador exiguo, cauto en las palabras, habíamos inventado un código para comprendernos. Me había llevado tiempo explicarle que lo que habláramos los dos, quedaba solo entre nosotros.
No me malentiendan, yo amé a mi esposa. Seguramente, él también amó las mujeres que tuvo, lo nuestro fue diferente. Mi afecto hacia él, o el recuerdo de las violentas emociones que me embargaban cuando estuvimos cerca, cuando me llegaban sus cartas, lejanas y parcas, era distinto a lo anterior. Por él, yo era capaz de hacer todo. Por él, atravesaría los Andes en la campaña más estúpida y endeudante que podríamos haber pensado. Quedaríamos por cien años pagando los pertrechos necesarios para luchar contra los españoles, fondos que la corona inglesa nos proveyó. Pero era el costo de poder ser lo que éramos, no esta versión híbrida. Queríamos ser ciudadanos.
Cuando pisamos suelo chileno, bajando de los cerros, todo fue batallas, una tras otra. A veces rabiaba, pensando en “ese estúpido pelirrojo”, recordando sus dedos suaves, su idioma mapuche, los paseos por los bosques. Sus labios agrietados. El olor a hierbas extrañas que tenía su carne, como a flores, cosa que las mujeres chilenas solamente pueden ofrecer. Su poca duda religiosa sobre los pasos que seguimos.
Tanta confianza, tanto afecto, tanta entrega. Sólo eso puedo decir o pensar de Bernardo. Los sirvientes murmuraban por su costumbre de levantarse al amanecer, de asearse todos los días profundamente. De usar flores para frotarse en el pelo, como si fuera una mujer.
Supe por carta que estaba herido, y mi corazón sufrió profundamente. Aún estábamos tan lejos de poder vernos, y tan cerca como para que algo así ocurriera. Las ganas de tomar un caballo, y recorrer la distancia que nos separaba me ganaban, me hicieron pasearme las noches previas al encuentro final con Osorio. Sin dormir, la batalla de Maipú se transformó rápidamente en un triunfo, utilizando estratagemas sobre la ocupación de los cerros. Ya estaba feliz y vibrante junto a los soldados, cuando veo acercarse un grupo de caballos, de donde destacaba una reconocida cabellera colorada.
¿era él? Después de todo, no hay forma alguna de justificarlo, ya sé que en ningún ejército los generales se acercan, pero fue tanta la emoción que cuando estiró los brazos, su brazo, hacia mí, fue imposible resistir el impulso de acogerlo entre los míos. El mundo se detuvo por varios momentos, el ruido de los cañones, del campo de batalla, los perros, todo se había esfumado para que sólo quedara el olor inconfundible de las flores, quillay, con las que el pelirrojo mantenía el fuego de su pelo. Si bien era un hombre el que vino desde lejos, herido, a verme, al momento de tomarlo entre mis brazos volvió a ser ese muchacho tímido que conocí en otras tierras.
Estoy perdido sin ti me susurró, para luego gritar “¡Gloria al salvador de Chile!”. Este fue uno de esos momentos que sientes que todo valió la pena. La pasada por la camilla, las estrecheces del viaje, los problemas de vituallas. Las insolencias de Soler. Este chico que conocí alguna vez había montado un caballo, herido como estaba, sólo porque ya no resistía verme. Lo comprendía porque mis noches de insomnio venían lo mismo. Logré desprenderlo de mi pecho, y grité algo sobre que un minusválido no debiera aparecerse en batalla. A los soldados les pareció gracioso, a mí, ver su rostro pálido, macilento, las encías blanquecinas, me hizo temblar de temor.
Ya había visto morir a tantos.
Las paredes de Santiago eran demasiado ruidosas y transparentes para nosotros, demasiada concurrencia. Tras la liberación, la parte organizativa de la región y decisiones que tomar usaban todo nuestro tiempo despierto, y los recursos a la mano. Lo entendía, demoraba mi vuelta a casa. Trataba de compartir veladas, recordarle que parte del “trabajo” era participar de los bailes, que él consideraba superfluos, dejándole sólo el dolor del desprecio de quienes lo consideraban inferior, hijo de un escándalo. Aun así, lograba robarle algunos tiempos, algunos besos, algunas tardes de pasión en alacenas desiertas. Cuando lo vi mejor de salud, recuperado su característico color cobre, pude pedirle momentos a solas. Escasos como eran, disfruté su boca principalmente.
Y es que esta ciudad era muy pobre. No había escritorios, ni catres. Qué decir de baños, apenas un wc, las calles llenas de mugre. A él, un muchacho criado en las montañas, donde se levantaban con niebla o nieve a lavarse cada mañana, le debía parecer una tortura caminar por aquí. Si bien Londres o en las ciudades de España donde caminamos no eran muy bien acomodadas tampoco, la versión de podredumbre de Santiago superaba las expectativas.
Así es como prefiero recordarlo, a Bernardo, al huacho Riquelme, a mi estúpido pelirrojo. Aunque nuestra separación cuando fui al Perú fue agridulce, nuestras noches sobre las montañas, las frías tardes en la biblioteca de Londres. Su impulso de idiotez, su lucha eterna por las injusticias le acarrearon enemigos imborrables… no niego que fue despiadado, cuando aprendió del poder lo ejecutó sumariamente… tal como un soldado. Mi niño que nunca fue de piel, que era del bosque.
Fin