Escrito por: Liliana Rocha (Chile) Ganadora del segundo lugar de fanfics 2024

Chile había soñado con Puerto Escondido. Al despertar se le había clavado en la mente que tenía que ir. Tomó algunas cosas, una maleta chica no más, un vuelo barato en LATAM y partió a México. No le avisó a nadie. A su retiro, todo el país fue azotado por vientos, marejadas, un par de incendios en Valparaíso, lo típico. La verdad es que Chile estaba harto de todos los problemas y el ensueño oceánico sin temor a un terremoto fue una buena excusa.

Arrendó una pequeña cabaña en un recinto cerrado para gente con plata bien al borde del Pacífico. Como faltaba poco para el atardecer, tomaría once en la casona principal. El problema surgió cuando de la cabaña de al lado salieron Argentina, Uruguay y Paraguay. Puta la weá, los tres weones que menos quería ver.

–Mirá, che, ahí está el Chilote –le dijo Uruguay a Argentina–.

–¿Lo invitaste vo’ boluo? –Preguntó Paraguay–.

–No, Gurí, pensé. Pero con los quilombos ambientales no quise joder. Che, Indio, ¿qué hacés, cómo andás?

Y tal como lo recordaba, el desgraciado conservaba intacto el semblante templado de media tarde de enero. El vapor húmedo del ambiente hacía que el traje de baño se le escondiera en los contornos de la entrepierna. Un par de islas de arena se adherían a sus muslos crocantes. Y el agua marina le endurecía los cabellos que el sol pintaba, hebra a hebra, de tiernos castaños.

–Qué coincidencia, ¿qué weá hacen acá? ¿Y vo’? ¿Nostai en plena crisis, culiao?

–Primero los amigos, segundo Franc…

–Nos invitó México –explicó Uruguay–, se comprometió con EEUU, pero el Gringo le puso los cuernos con Canadá. El Azteca se deschavetó, necesita la joda, ¿viste? Nos pagó todo y aquí estamos. ¿No te dijo, che?

–Puta, me fui sin ver ni una weá. Tampoco pensé encontrarme a ningún conocío, podemos fingir demenc…

–Dejáte de joder, Indio, vayámonos de joda con los pibes y apoyemos al Azteca. Se le metió alguno de esos dioses que tiene y el chabón está insoportable. Con una calavera encima en cualquier momento le saca el corazón a alguien –y como si el tiempo separados nunca hubiera existido, Argentina lo agarró de los hombros y lo subió al Jeep rumbo al carrete en la playa principal–.

Habían otros países, ninguno del norte, entremezclados con civiles, próceres y seres folclóricos que, al compás de los corridos, seguirían más allá del ocaso. En una esquina Paraguay estaba dele matraca con el Gauchito Gil y en el otro extremo, Guatemala le comía la boca a Uruguay. Cada uno con lo suyo ¿viste?, le dijo Argentina mientras bebían en la barra.

–Che, ¿vos qué weá me diste pa’ tomar?

–Fernet con Coca, Indio.

–Puta la weá amarga.

–¿Querés que te la endulce?

–No me weí, Che, la última vez me dijiste eso y cuando me di vuelta ya estabai culiando con Italia. No podís superar a ese weón, hazte ver.

–¿Qué decís? Eso fue después de la Primera Guerra. Está en el pasado.

–Como sea, no voy a ser su reemplazo, métete con Uruguay.

–No me jodas. Es como un hermano.

–Yo también era como tu hermano, culiao, e igual no más me corriste mano.

–Es distinto.

–¿Qué weá era distinta? Admite que hiciste esa weá para quedarte con el Canal Beagle.

–Vos me engañaste con Inglaterra, Indio. Y te perdoné, por eso firmé el Tratado de Paz.

–¿De qué estai hablando? Nunca estuvimos juntos antes de eso.

–Cuando te dí asilo político en el 73’, ¿no te acordás lo que pasó en Mendoza?

–No.

–Pero qué embole, Indio, vení para acá.

Con destreza, esquivaron la jarana y Argentina lo llevó a las palmeras que rodeaban la costa. A Chile le ardía el contacto entre su mano y la del Che, ahí donde los destellos nocturnos se escabullían intermitentes tras la bruma claroscura. Sin detenerse, mientras el fernet hacía efecto, se deslizó el caoba por el azabache hasta alcanzar un rincón húmedo del pasado.

Se habían quedado en un hotel modesto en la Provincia de Mendoza con acceso a las aguas termales cerca de la frontera. Chile estaba histérico, había gritado y llorado una noche entera. El día anterior, Argentina había recibido una llamada de México quien lo alertaba de la desgracia que el Gringo había tramado contra Salvador Allende y la Unidad Popular. A primera hora de la mañana, Argentina había agarrado el auto y cruzado la Cordillera para sacar a Chile de Santiago. Al llegar, ya habían bombardeado la Moneda. Vio los cuerpos flotando por el Mapocho, la desolación convertida en humo, la lluvia no prevista que enlutó a la ciudad. Recorrió las calles con frenesí hasta que lo encontró y le suplicó que se fuera con él. Chile, lleno de sangre y rabia, le gritaba que lo soltara, que tenía que estar con su pueblo, que se fuera bien a la mierda, que lo dejara tranquilo de una buena vez, que qué te tenís que meter argentino culiao. Entonces, con el corazón apretado, Argentina lo tomó a la fuerza, lo encerró en el auto y partió a Mendoza soportando gritos y arañazos. Llegados al lugar, le ofreció vino, licor y whisky, cada vez, Chile reventaba el vaso contra el piso. Y cada vez, Argentina recogía los pedazos de ira y dolor tirados por el cuarto.

Cuando por fin Chile se calmó, se sumergió en una lánguida ausencia. Argentina lo bañó con cuidado, le cambió la ropa, lo acostó en la única cama. En el sopor de la impotencia y el alcohol, Chile lloró en sus brazos y lo besó. Volvió a llorar y volvió a besar. Las lágrimas corrían por su mejilla y su cuello y Argentina lamió cada una con cuidado y parsimonia. Vuelta y vuelta, saborearon la sal que traían de la playa.