Escrito por: Sunsorelino (Perú)

Su plan había sido escribir algunas cartas, pero con ese frío se lo pensó dos veces. Además, no podía encontrar el frasco de tinta por ningún lado. Tiró de un cajón y, al mirar hacia el fondo, observó un objeto de relieves dorados con una fina cadena de oro como detalle. Al tomarlo con sus manos enjutas, lo reconoció de inmediato: Era un reloj de bolsillo, uno de los pocos que habían circulado en su momento y que había traído consigo de Europa.

“¿En serio me lo das?” Tú mismo dijiste que es uno de tus tesoros más notables y que no te desharías de él por nada del mundo”
“¡Pues claro que te lo entrego! Tú eres igual de valioso para mí. Y confío que sabrás cuidarlo bien; de lo contrario, volverá conmigo”

Su expresión cambió. Apoyó el mentón en las rodillas cubiertas por las frazadas y, con tristeza, dijo: “Probablemente regrese a ti… Eso, si mi ayudante tiene la precaución de salvar algo de mis pertenencias.”

Esa extraña pesadumbre, tan ajena a su temperamento, lo empujó a sentarse al borde de su cama, colocar el reloj en sus manos y cerrarlas con las suyas.

“Descuida, sólo regresará a mí si caes derrotado, lo cual nunca sucederá. Mírame. Confío en ti. Confío en tu sagacidad, en tu don de mando. Ya me has entregado muchas victorias. Esta no será diferente. No permitiremos más confabulaciones de esos malditos criollos entreguistas.”

En ese momento, la decisión de Sucre brilló en sus ojos oscuros, certeros e inmensos como su espíritu.

“Yo… No pienso defraudarte nunca, Simón” Pronunció como una promesa marcada por el mismo destino que compartían, el de la tragedia y el de la gloria.


¿Cómo era? ¿Cómo es que se habían conocido? Claro, los presentaron en un baile. Uno de esos tantos bailes que se impulsaban para recaudar fondos, noticias y futuros aliados de la causa patriota. Recordaba que Mariño andaba muy orgulloso de él “es un estratega nato, un jinete como ninguno y excelente oficial.” decía. Por su parte, no pudo olvidar su entusiasmo infantil cuando le mencionaron su nombre.

“A su servicio, mi general. Me siento más que orgulloso de poder formar parte de esta gran empresa. Toda mi familia está con usted y estamos seguros que pronto lograremos recuperar nuestra República.”

En aquella oportunidad, solo llegaron a cruzar algunas pocas palabras cordiales. Fue en un segundo encuentro en esa misma hacienda, donde pudieron entenderse. Aquella tarde, Sucre le propuso salir a cabalgar un rato, y como ya lo había supuesto, fue un jinete ágil y difícil de derrotar. Peor aún, se ponía de muy mal humor si alguien le arrebataba la victoria.

“Tengo un carácter imposible cuando pierdo. Por eso me he prometido a mí mismo, ganar siempre.” le comentó mientras se refrescaban en las aguas de un río tranquilo.

Ya de noche, recordó el episodio con una sonrisa y al cerrar las ventanas para irse a dormir, observó que, inusualmente, había luz en los establos. Temiendo algún complot, se vistió a prisa, empuñó su espada y se dirigió hacia allá.

Abrió el portón con cuidado y, con pasos sigilosos, se acercó a la luz que emanaba de un candil de petróleo colgado sobre la columna de madera del cubículo de un corcel. El dueño acariciaba el cuello del animal, sin poder contener los sollozos que escapaban de su garganta.

Unas hojas de papel escritas habían caído al suelo. Una voló a su lado y él la recogió, con tan mala suerte que pisó una rama y se dio por descubierto. Sucre se giró al instante y como acto reflejo tomó la empuñadura de su espada. Su rostro congestionado pasó de un gesto de sorpresa a una mueca de dolor.

“Bolívar…Mi hermano Esteban, junto con mi primo Raúl… Ellos están… ¡Oh, cielos!” Y sin poder decir más, se abalanzó a sus brazos en búsqueda de refugio para sus angustias.

Él intentó consolarlo lo mejor que pudo. No se le daban bien las palabras en esas situaciones. La pérdida de un ser querido, lo dejaba inerme al silencio. Especialmente ahora, cuando tenía entre sus brazos el cuerpo tembloroso de un joven lleno de vida, que se quebraba por la muerte de sus familiares. En un acto desesperado, besó su frente y sus mejillas mientras le susurraba que no estaba solo; que él estaba allí y estaría allí siempre; porque ambos eran uno: “Tus penas son mis penas, tus alegrías son mis alegrías y tus victorias son mis victorias.”

Nunca estuvo tan seguro de sus palabras cuando ese joven retornó sus besos con una pasión urgente. En poco tiempo, sus ropas dejaron de ser un obstáculo y pudo acceder a su piel con un extraño fervor. Lo sintió agitarse con cada ímpetu suyo y aferrarse a él como un náufrago a una tabla en un mar embravecido. Fue la primera vez que deseó fundirse, ser uno con alguien. Estar allá con él, por él. Al final, ambos terminaron sorprendidos y exánimes, respirando pesadamente sobre el pajar. Uno al lado del otro.

Ya más calmado, Sucre le contó lo que había sucedido. Sus familiares habían sido asesinados por las tropas realistas. La hacienda de su tío, quemada por completo, en castigo por apoyar la causa patriota.

“Los odio.” Exclamó. “Voy a vengar a mi familia”
“Los expulsaremos a todos” Le aseguró él, aferrando su mano “Les haremos pagar por cada una de sus canalladas y humillaciones; pero sin olvidarnos que somos mejores que ellos, en nobleza y dignidad. Esa será su derrota”

Aquella noche la pasaron juntos. Sucre durmió sobre su pecho y ninguno de ellos volvió a hablar del episodio ni en los días sucesivos, ni al año siguiente. Sin embargo, tras consolidar la victoria de Boyacá, fue el mismo Sucre quien pidió redactar el tratado de armisticio. Un tratado que serviría para conservar la dignidad, la honorabilidad y la conciencia humanitaria en las luchas sucesivas.